Hace pan dulce genovés todo el año, pero en Navidad explota: la panadería que existe desde 1951 en Colegiales

El local es conocido por dos clásicos que ya forman parte de su ADN. En tiempos de cadenas y producción masiva, Benjamín defiende la panadería tradicional porteña como un espacio de pertenencia.

21 de diciembre, 2025 | 06.00

En una esquina silenciosa del barrio porteño de Colegiales, en Conde y Virrey Avilés, funciona desde 1951 una panadería que parece detenida en el tiempo. Se llama Santa Ana y es un refugio de elaboración artesanal, tradición familiar y “pan con verdadero sabor a pan”. Hoy es atendida por Benjamín Cires, hijo de los fundadores, junto a sus propios hijos, Santiago y Candela.

El local es conocido por dos clásicos que ya forman parte de su ADN: el pan hueso, del que fue precursor, y el pan dulce genovés, que se fabrica todos los viernes del año, una joya artesanal en tiempos de producción industrial. En época de fiestas, la fila puede extenderse por 100 metros y llegar hasta la avenida Elcano.

Una historia de inmigración, esfuerzo y hornos

El padre de Benjamín, que se llamaba igual, nació en 1925 en La Habana, Cuba. Hijo de un taxista, pasó por México y luego por Asturias, España. Ni bien pudo, la familia huyó de las secuelas provocadas por la Guerra Civil Española y con solo 14 años, Benjamín padre llegó en barco a Argentina junto a su madre y sus hermanos (su padre había llegado antes). Su primer trabajo fue como lustrabotas en la estación Constitución.

Como el hambre y las penurias habían marcado su infancia, Benjamín padre buscó un oficio que le asegurara la comida diaria. Así entró a trabajar en una panadería y pastelería ubicada en las calles Cuenca y Avenida San Martín (barrio de Villa Devoto), donde aprendió el oficio. Allí trabajó durante más de diez años y a los 25, su patrón lo alentó a independizarse, a armar su propia panadería y le ofreció salir de garante. Fue entonces cuando encontró la esquina de Colegiales que forjaría su destino.

El 1 de septiembre de 1951, firmó el boleto de compra venta del local. A la panadería propia le puso el nombre “Santa Ana”, que no fue casual: es la advocación de la capilla del pueblo natal de su padre y, además, esa fecha es el día de esa santa.

 

De la caballeriza al mostrador

El local antiguamente había sido una caballeriza. Cuando Benjamín junto con sus hermanos y padres, se hicieron cargo del lugar, mudaron su vivienda al fondo. En esa época se hacían dos amasados diarios: El primero se repartía casa por casa en carruajes y el segundo se reservaba para el mostrador.

En 1955, a raíz de una pelea con uno de sus hermanos, Benjamín decidió ir a España un tiempo. Durante ese viaje conoció a María Ana de Jesús y se enamoraron. Al tiempo Benjamín volvió a Buenos Aires y continuaron la relación a través del intercambio de correspondencia. En 1957, como Benjamín no podía viajar de nuevo, se casaron “por poder”.

Al poco tiempo, María Ana viajó a Argentina y en 1963 tuvieron a su primer y único hijo: Benjamín. Con el tiempo, Benjamín padre y Ana María fueron tomando las riendas del negocio y en 1969 pudieron comprar el terreno lindero y expandirse. “Fue la primera vez que vi llorar a mi papá de la emoción”, recuerda Benjamín en diálogo con El Destape.

Benjamín Cires padre y María Ana de Jesús, trabajaron en la panadería hasta 1998. Ella falleció en 1999 y él en el 2000. Un año antes, Benjamín hijo había tomado la posta. “A mi papá le costó hacerme un lugar porque quería que yo estudiara. Sin embargo, me fui metiendo”, cuenta.

El pan hueso y el pan dulce genovés eterno

El pan hueso nació por necesidad. “Había mucha gente mayor que necesitaba un pan de corteza suave, fácil de masticar”, explica Benjamín. Con el tiempo, los clientes le encontraron nuevos usos: para choripanes, sándwiches de milanesas, sándwiches de carne. Hoy es un emblema del local, en versión blanca e integral, hecho a mano. Cada pieza es distinta: “Acá no interviene la máquina”, añade.

El pan dulce genovés es otro sello del negocio. Lleva frutos secos —nueces, almendras, castañas de cajú—, frutas abrillantadas y pasas de uva. “En realidad también lleva avellanas, pero si se las agrego se dispararía el precio y no quiero”, aclara. En las vísperas de las fiestas la fila de clientes en busca del clásico navideño llega hasta la esquina de avenida Elcano.

“Es una bendición”, asegura Benjamín. La particularidad es que no se limita a diciembre: se vende todos los viernes del año.

 

Tradición y fe

Santa Ana mantiene una producción limitada. “Somos poca gente y la elaboración es artesanal”, dice el panadero. Entre los productos que aún elabora están el pan alemán tipo zeppelín, integral de molde, la chapata, pan de campo blanco y pan artesano de molde

Además, ofrecen medialunas de grasa y de manteca, a través de un proceso que lleva tres días, pasta frola, grisines, rosquitas de maicena y de chocolate, panes de queso, prepizzas, alfajorcitos de maicena, copitos de dulce de leche, pepas y budines de vainilla, marmolado y de chocolate.

Antes de empezar cada jornada, Benjamín repite un ritual íntimo: bendice los ingredientes y a quienes consumirán el pan. “Es una cuestión de tradición y de fe”, confiesa.

El sabor que no se negocia

En tiempos de cadenas y producción masiva, Benjamín defiende la panadería tradicional porteña como un espacio de pertenencia. “Hay clientes que me dicen que vienen acá desde chicos, que conocieron a mis padres”.

La panadería funciona de lunes a sábados de 8 a 13 horas. Su objetivo es claro: que el pan bueno sea accesible y reconocible, que la gente pueda decir “voy a comprar el pan a lo de Benjamín”.

Entre cielorrasos de chapa, Santa Ana sigue siendo lo que siempre fue: una panadería donde el tiempo se amasa despacio y el sabor todavía importa.

Fotos: Kaloian Santos Cabrera