La reciente decisión del gobierno nacional de licitar Tecnópolis a través de la Resolución 98/2025 de la Agencia de Administración de Bienes del Estado no puede pasar desapercibido, ni soslayarse en el actual contexto de desfinanciamiento de la ciencia y la tecnología en Argentina, especialmente con la crítica situación que atraviesa el CONICET. Esta medida que otorga el espacio para la explotación de un privado por 25 años y que marca la idea del gobierno de hacer caja con bienes del Estado, simboliza el retroceso del Estado como promotor de ciencia, educación y desarrollo.
Pero, al mismo tiempo, eliminar un territorio democratizador y de disputa de sentidos sociales significa desarmar los dispositivos culturales que durante décadas funcionaron como puentes entre la ciencia, la educación, la cultura y las nuevas generaciones. En ese doble movimiento, material y simbólico, se afecta el presente de un modelo de desarrollo y soberanía nacional, y sobre todo se condiciona el futuro, al erosionar las condiciones que permitían que niños, adolescentes y jóvenes, de todos los estratos sociales sin distinción, accedan al conocimiento y puedan imaginarse a sí mismos como sujetos capaces y con derechos.
Tecnópolis como modelo de un futuro posible
El predio de Tecnópolis, ubicado en Villa Martelli, provincia de Buenos Aires, ha sido mucho más que una feria de ciencias: es un hito científico, cultural, educativo y federal desde su creación en 2011. Ha sido un espacio de encuentro para la ciencia y la tecnología argentina, la innovación, la industria nacional, y la cultura. Empresas públicas, universidades, ministerios, organismos de investigación y desarrollo tecnológicos convivían en un mismo espacio, construyendo una idea de país capaz de producir conocimiento, industria y valor agregado que interpelaba hacia el futuro.
De esa manera funcionaba como una vidriera del entramado científico-productivo argentino para que los estudiantes de todo el país pudieran visitarlo y experimentar, de primera mano, el circuito de producción de conocimiento y las capacidades argentinas con una clara alusión optimista de un país con sus potencialidades. Como política pública, aludía al papel crucial de la ciencia para el desarrollo de una nación y por eso todo lo que allí ocurría se asentaba en la idea de que el conocimiento debe ser accesible para todos, desde un marco federal, y especialmente para los jóvenes estudiantes, quienes podían ver, observar y contemplar, incluso desde el aspecto lúdico e interactivo, muchos de los logros y capacidades de la ciencia y la cultura argentina.
El programa que llevaba a escuelas de todo el país, sin cargo, a visitar el predio y usar sus instalaciones significaba, en ese sentido, la posibilidad de experimentar aquello que muchas veces está alejado de los hogares y los barrios, y aparece de forma abstracta solamente en los manuales: satélites, reactores, energías renovables, robótica, biotecnología. En ese recorrido, Tecnópolis operaba como un dispositivo de inclusión simbólica: mostraba que la ciencia no era un territorio ajeno ni reservado a una élite, sino un campo posible para millones de pibes y pibas. Es cierto que una visita no garantizaba una carrera científica, ni el porvenir de quienes por allí pasaban, pero sí habilitaba algo decisivo: la posibilidad de sentirse legítimos en ese mundo y, por primera vez, imaginarse como científicos, técnicos o ingenieros.
La idea de futuro atravesaba todos los espacios, y apuntaba a despertar la vocación, el interés o simplemente la curiosidad de cada estudiante, a nivel de trayectoria profesional posible, y también como imaginario colectivo de nación para el desarrollo con inclusión social. Más que un parque temático, podemos decir que Tecnópolis era un camino hacia donde ir con un mensaje contundente: la Argentina tenía con qué, y ese con qué estaba en su gente formada, en sus derechos, en su sistema científico y en su industria, todas dimensiones sociales que necesitan tiempo, inversión estatal, proyección y recursos humanos altamente capacitados.
La ciencia a largo plazo vs. el cortoplacismo financiero
En la actualidad, potenciado por la batalla cultural que encabeza el gobierno libertario, avanza en nuestro país una lógica completamente contraria, una lógica que reduce el conjunto de los bienes y riqueza pública a activos para sacarle ganancia privada. En este sentido la destrucción de dispositivos como Tecnópolis se trata no solo de un vaciamiento presupuestario, sino también de una desposesión cultural y simbólica ya que allí se exhibía que la ciencia, el desarrollo, la tecnología y la cultura son procesos sociales que requieren tiempo, inversión pública, trabajo colectivo y planificación a largo plazo. Todo aquello que la narrativa dominante hoy desprecia.
Lo que se pone en discusión no es únicamente la gestión de un predio, sino qué idea de país y de futuro se considera necesaria. Frente a una política pública que entendía a la ciencia como inversión estratégica, se impone la idea de que en realidad es un gasto improductivo, un lujo innecesario, o un privilegio injustificado. Hoy nos encontramos con un cambio de paradigma, una restauración neoliberal y reaccionaria subordinada a la geopolítica de EEUU e Israel que abandona toda idea de país con desarrollo, justicia social e independencia.
Al tiempo que se abandonan y deslegitiman estas políticas para los jóvenes y el futuro, se fomenta desde el propio Estado la cultura del capital financiero que engendra procesos de subjetivación mediante la incorporación de metas y técnicas en una lógica individualista, del presente, del corto plazo, cuyo único objetivo y forma de valoración es hacer dinero rápido. Y esa subjetividad que hoy prima en los mensajes y consumos hegemónicos, aunque sea simbólica, construye una forma de ver el mundo, valores y estatus en medio de un proceso de socialización donde todo se trata de ser mostrable, performativo, cuantificable con likes y monetizable en redes. En la era Milei, el mensaje que circula con fuerza es que finalmente no hace falta estudiar, formarse, o que ir a la universidad es una pérdida de tiempo.
La elección de una carrera científica no es una decisión individual aislada o un deseo que nace de forma azarosa. Muchas veces es el resultado de un entramado de experiencias, estímulos, referentes y dispositivos culturales que habilitan, o bloquean, esa posibilidad. Tecnópolis fue uno de esos espacios donde la ciencia se volvía visible, tangible y deseable, donde estudiar física, biología, ingeniería o programación dejaba de ser una abstracción lejana. Cuando se desmantelan estos dispositivos, no solo se recorta el presente del sistema científico: se cancela su recambio generacional. Se reduce la circulación del capital cultural y se refuerza una subjetividad orientada al rendimiento inmediato y la autoexplotación.
La ciencia no se destruye únicamente cuando se recortan presupuestos, se paralizan ingresos al CONICET o se degradan universidades. También se destruye cuando se apaga lentamente el deseo social por el saber y el conocimiento, cuando se vacía de sentido la idea misma de estudiar, acceder a la universidad o proyectar una trayectoria de largo plazo, cuando deja de ser parte del horizonte de lo posible. Por eso la política científica también se juega en el terreno de la cultura, de la subjetividad y de los relatos sobre el futuro que una sociedad pone a circular. Tecnópolis fue una fábrica de mundos posibles y de futuros. Convertirla en un negocio es aceptar, sin eufemismos, que ese futuro ya no importa.
